En el año 2017, el Consejo de Ministros creó una comisión de expertos para que elaborara un informe sobre “análisis y propuestas para la descarbonización” de la economía española al menor coste posible para los ciudadanos para así contribuir a la lucha contra el cambio climático. Entre las medidas que se proponían, jugaban un papel muy destacado aquellas conducentes a lograr señales de precio eficientes y, en especial, se apuntaba la necesidad de abordar una reforma de la fiscalidad que grava actualmente los productos energéticos.

Existe un consenso generalizado de que los agentes económicos deben pagar por el daño ambiental que generan con sus decisiones de consumo y de producción. Para ello, los precios de los distintos productos energéticos deben incorporar ese daño, algo a lo que los economistas denominan internalización del coste ambiental. En el informe se hacía una propuesta basada en ese principio básico, sustituyendo algunos impuestos con pretendida finalidad medioambiental por impuestos a las emisiones de gases de efecto invernadero y contaminantes atmosféricos. Esa sustitución actuaría alterando los precios relativos entre fuentes energéticas en favor de la descarbonización y dando lugar a un incremento global del bienestar.

En el informe se recogía un segundo principio que debía inspirar esa reforma consistente en una modificación de la actual financiación de las energías renovables desarrolladas en el pasado. A ese respecto, todos los consumidores de electricidad pagamos en nuestras facturas una cantidad relevante por la retribución a las instalaciones de generación renovable, cogeneración y residuos. En el quinquenio 2015-2019 esos costes han ascendido a casi 35.000 millones de euros. Aún quedan bastantes años para terminar de pagar esas instalaciones, que entraron en funcionamiento antes de 2013 pero que tienen vidas útiles regulatorias largas. La nueva generación renovable es ya competitiva y no implica sobrecoste.

Como en el caso anterior, la idea básica es que los consumidores deben pagar por los costes que inducen por todos sus consumos energéticos, evitando distorsiones en los precios relativos. Alguien podría considerar que, dado que son costes de instalaciones de generación eléctrica, son los consumidores eléctricos los que deben hacer frente al pago de los mismos. Sin embargo, la cuestión clave es que, a diferencia de los costes asociados a las redes, los de las renovables no son costes inducidos solo por los consumidores eléctricos. Los consumos de gas natural y derivados del petróleo también inducen inversiones en renovables. Y ello es así porque hay una obligación y un compromiso global para ir avanzando en la descarbonización de la actividad económica y, en particular, en la reducción de las emisiones asociadas a todo el consumo de energía final (que, por definición, incluye también a los hidrocarburos). Es una obligación global, que para ser satisfecha requiere, entre otras medidas, de la introducción de generación de electricidad libre de emisiones –esencialmente renovable– y de actuaciones para promover el ahorro –como la cogeneración–. Si son solo los consumidores eléctricos los que lo pagan, el precio del producto eléctrico descarbonizado se ve penalizado respecto a otros tipos de energía. De ese modo, los consumidores tienen incentivos a continuar consumiendo productos energéticos más emisores y se dificulta la lucha contra el cambio climático. Por ejemplo, los consumidores tienen incentivos a continuar con un coche de combustión y no sustituirlo por uno eléctrico.

En este contexto, resulta muy buena noticia que el Gobierno haya sometido a audiencia pública el anteproyecto de ley para la creación de un Fondo Nacional para la Sostenibilidad del Sistema Eléctrico (FNSSE). Ese fondo, al que deberán contribuir todos los comercializadores y operadores al por mayor del sistema energético, se destinará a cubrir, junto con otros ingresos fiscales ya existentes y por subastas de derechos de emisión de CO2 (y, eventualmente, presupuestarios), los costes asociados al pago de la retribución específica a las energías renovables, la cogeneración y la valorización de residuos. En línea con lo que se recomendaba en el informe, el anteproyecto de ley prevé una aplicación gradual de los cambios y un esquema de exenciones y compensaciones para consumidores electrointensivos, consumidores industriales de gas con riesgo de deslocalización y consumidores de gasóleo para usos profesionales.

La medida puede tener también implicaciones positivas sobre la distribución de la renta entre las familias españolas. Ello se debe a que, tras su aplicación, es previsible un encarecimiento del gas natural y de los derivados del petróleo, pero también un abaratamiento de la factura eléctrica que pagan los consumidores domésticos. La medida es progresiva en tanto que la electricidad pesa más en términos relativos en la cesta de consumo de las familias con menor nivel de renta al tiempo que el gas natural y los derivados del petróleo pesan más en términos relativos en la cesta de consumo de las familias con mayor poder adquisitivo.

La propuesta actual es, sin duda, un gran primer paso en una buena dirección, pero no debería ser una excusa para no avanzar decididamente, como ya han hecho otros países de nuestro entorno, en una propuesta de reforma de la fiscalidad medioambiental. A ese respecto, el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima incorpora un compromiso del Gobierno a través del Ministerio de Hacienda, para “actualizar los elementos del sistema tributario de forma que incentiven una economía baja en carbono y resiliente al clima”. En consecuencia, en los próximos años deberían verse avances en este ámbito, contando con el impulso normativo y político adicional que pueda venir desde la Unión Europea.

(*) Firmantes:

Jorge Aragón, Javier Arana, Luis Atienza, José Luis de la Fuente O’Connor, Diego Rodríguez, Josep Sala y Jorge Sanz.

Publicado en: Cinco Días